Las teorías de Milton Friedman implican para él el Premio Nobel; para los chilenos, implican a Pinochet. (Eduardo Galeano)
El 11 de septiembre de 1973, el inédito intento del pueblo chileno por lograr una patria socialista de forma pacífica y democrática se vio frustrado. Una vez más, los sectores dominantes de la población, las jerarquías militares y el gobierno de Estados Unidos perpetraban un nuevo golpe de Estado en América Latina.
Aquel día, el presidente Salvador Allende estaba acompañado por sus ministros y colaboradores cuando habló por última vez a través de radio Magallanes y dijo que no renunciaría, que se quedaría dentro del palacio de La Moneda hasta las últimas consecuencias.
Quizás, en esas horas de zozobra, Allende recordó las vivencias que lo habían llevado a la presidencia: aquellos años, cuando Chile era ensalzado por los organismos financieros con millones de dólares con el firme objetivo de evitar la llegada de un gobierno socialista; cuando los grandes medios de comunicación aterrorizaban a la población con la absurda idea de que si la Unidad Popular llegaba al poder, miles de niños iban a ser secuestrados y llevados a Moscú. O, simplemente habrá recordado esa historia de la sirvienta que, advertida por el triunfo de la izquierda, enterró su único vestido en el patio de su casa por miedo a que el nuevo gobierno se lo quitara.
También, habrá rememorado con cierto orgullo aquella pared que él mismo había tenido el gusto de contemplar, donde un militante del partido Demócrata Cristiano había escrito: “con Frei, los niños pobres van a poder tener zapatos”, y otra mano, más envalentonada contra la lógica capitalista, había corregido de un pincelazo: “con Allende, no habrá niños pobres”.
O a lo mejor, es posible que haya imaginado que el cambio social en un Chile desigual era difícil de llevar a cabo sin la utilización de las armas, aunque ni en sus agónicos discursos mencionó algún signo de violencia. Al fin y al cabo, “no es cuestión de cambiar las convicciones justo ahora”, habrá pensado. Pese a todo, sostuvo que “el pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse. El pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse”.
El gobierno popular estaba cumpliendo con las promesas electorales y había logrado innumerables cambios sociales. Entre otras cosas, había nacionalizado los recursos minerales, sobre todo el cobre, principal fuente de ingreso de Chile. A su vez, impulsó una profunda reforma agraria y la nacionalización de los bancos.
Muchos habían colaborado con la tragedia chilena. Hace apenas unos años, se supo que en 1971, en una reunión en la Casa Blanca, el presidente Richard Nixon le había consultado al dictador brasileño Garrastazu Médici, si los militares chilenos eran capaces de derribar a Allende, quien contestó que en su opinión sí lo eran y dejó en claro que Brasil estaba trabajando con ese objetivo.
Tiempo después, Dave López, un oficial del ejército estadounidense, declaró que su país no había participado en el derrocamiento del gobierno constitucional chileno y aclaró que “solamente la CIA ayudó con la propaganda”.
Tras el golpe, el poder fue ocupado por una Junta Militar que había sido entrenada en la Escuela de las Américas en Panamá. Esta junta estaba liderada por un fascista de aires napoleónicos llamado Augusto Pinochet, quien unos años más tarde se colocó el rutilante nombre de Jefe Supremo de la Nación.
La represión militar, junto con el Estado de Sitio y el toque de queda, no se hizo esperar, en poco tiempo comenzaron a ser asesinados, desaparecidos y torturados cientos de militantes de izquierda. Otros, debieron escapar al exilio. Con el tiempo, se sabrá que el total de personas asesinadas es de 3.200, aunque hay quienes aseguran que fueron muchas más.
Al momento del golpe, la música chilena, representada por la Nueva Canción Chilena, estaba viviendo un momento de éxtasis, pocas cosas tenían más vida en este mundo. Pero en poco tiempo, la dictadura empezó el final de la historia. Los artistas pertenecientes al movimiento fueron perseguidos, encarcelados, asesinados o exiliados. Todos tenían fuertes vínculos con la Unión Popular.
Uno de ellos, Víctor Jara, cantor y poeta, fue encontrado con alrededor de 44 heridas de balas y sin sus manos. Cuentan, que los soldados, al darse cuenta de quién se trataba, fueron lastimándole las manos hasta destrozarlas para que no pudiera escribir.
Ángel Parra, fundador de la mítica Peña de los Parra, quien afirmaba que “El canto fue puesto al servicio de un ideal, de una utopía”, fue detenido y torturado hasta que finalmente pudo exiliarse en México hacia 1974. Inti-Illimani y Quilapayún, directamente no pudieron volver de una gira europea.
Músicos populares de la talla de Isabel Parra, Patricio Manns, Payo Grondona, Charo Cofré, el Gitano Rodríguez, y parte de los grupos Cuncumén y Quelentaro tuvieron que continuar sus carreras lejos de su Patria.
El estudio del sello discográfico Dicap (Discoteca del Cantar Popular), que funcionó entre 1967 y 1973 y reinició su labor en 2006, fue arrasado en la misma semana del golpe. Según el director general del sello, Ricardo Valenzuela, quien fuera detenido horas después del ataque fascista, en el allanamiento se incautaron, rompieron y quemaron cintas con música inédita hasta hoy. Dicap había dado a luz 70 títulos grabados por artistas como Víctor Jara, Homero Caro, Rolando Alarcón, Combo Xingú, el Dúo Coirón, El Temucano, Osvaldo Rodríguez, Marta Contreras, Fabián Rey, Roberto Parra, Ángel Parra, Isabel Parra, Margot Loyola y Illapu, entre otros.
Pocos días después, el coronel Pedro Ewing, entonces secretario de gobierno, realizó una reunión con el productor Camilo Fernández, titular del sello Arena, y otros representantes de las principales discográficas. Fernández recuerda que el funcionario les exigió que se dejaran de grabar música que “atentaba contra la nueva institucionalidad” y pidió especialmente que se dejara de difundir folclore nortino.
Durante las investigaciones que se realizaron para condenar a Pinochet, se descubrieron cientos de cadáveres enterrados en una fosa común, el dictador declaró en ese entonces, con una clara demostración de perversidad, que “quien los haya enterrado hizo un servicio a la Patria ahorrando clavos”. Además, el ex presidente de facto fue sospechado de enriquecimiento ilícito y de narcotráfico, actividad con la cual utilizaba a su hijo Marco Antonio para vender droga a traficantes europeos.
El once de marzo de 1990, el país trasandino volvió a la democracia con la llamada e interminable Transición, donde gobernaron hasta hoy Patricio Aylwin Azocar, Eduardo Frei Ruiz Tagle, Ricardo Lagos Escobar, Michelle Bachelet y Sebastián Piñera Echenique.
El último 11 de septiembre, cuando se conmemoraba un nuevo aniversario del golpe de Estado, la policía del gobierno de Bachelet asesinó a seis manifestantes en una dura represión. Ningún medio masivo se hizo eco. El nuevo presidente, Piñera, es un empresario que formó parte activa del gobierno de Pinochet, por lo que no arroja nuevas esperanzas para la equidad social en Chile, que como en todo América Latina, sigue siendo una gran deuda a saldar.
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