Autor: Cecilia Courtoisie Nin
Leido por: Eduardo Aliverti
Esta mujer tiene algo especial en las manos. Sus dedos gruesos hablan. Sus uñas negras, los nudillos apenas deformados. La resequedad de la piel.
Aprieta el cuchillo entre los dedos y corta la zanahoria casi sin esfuerzo. Pedazos chiquitos para la sopa. Calabaza, puerro, cebolla. Bandejitas de verdura en juliana.
Buen día ¿me da una banana? ¿una sola? Sí. Dos pesos. ¿Dos pesos? Por unidad es más caro. Bueno. ¿Algo más va a llevar? No, nada más, gracias.
Detrás de la expresión seria, un dolor atrasado. El estómago oprimido se oculta bajo la redondez del cuerpo. Cuerpo cansado. Lento.
Lejos quedaron los días de críos en la espalda. De palabras crueles de gente igual, pero con otra vida. Lejos, pero más presente que nunca.
Los anhelos se arrancan de los azotes recibidos, los sueños deformados por lágrimas imperceptibles. Inaceptables. El pecho que se incendia con la naturalidad del aire y trasmite en esa fuerza, generación tras generación, el sabio sigilo de la lucha imperecedera.
La victoria descalza deja huellas en la planta del pie.
La angustia en silencio. El silencio que asume la rabia del otro, la absurda intolerancia.
Los huesos sufren, pero se callan.
¡Deja las ciruelas quietas! Gabriel, vigila a tu hermano. ¿Qué le doy, señor? ¿un kilo? Los zapallitos dos kilos cinco pesos. Un kilo, tres. ¡Gabriel, vigila a tu hermano te he dicho! El brócoli se lo dejo dos con cincuenta porque no vino bueno. ¡Quita tu mano de allí te he dicho! ¡Gabriel! El tomate de oferta se ha acabado, tiene esos a cuatro pesos. ¡Gabriel!
Muchos siglos esperando la esperanza. Con la esperanza a cuestas se sueña distinto, se lucha distinto, la dignidad es posible.
El día empieza mucho antes si se hacen trámites.
Filas eternas de personas que acampan, en busca de un sueño deseado por obligación. Dejar de pertenecer para ser de otra parte. Colas inacabables por una identidad legal. Prueba indeleble del exilio.
Madrugadas enteras desperdiciadas en un papel. Punto de partida de una aparente vida nueva. Sudamérica, hermanos latinoamericanos. Buenos Aires, la utopía disfrazada de anhelos tangibles. Sábanas limpias, un trabajo digno. ¿Digno de quién? ¡Sudamérica! ¿hermanos latinoamericanos?
La Patria Grande.
Falta la partida de nacimiento. Pero yo he traído todo. Todo no, le falta la partida legalizada en su país de origen. Pero yo he traído todo lo que me han dicho ustedes. ¿No entiende lo que le digo, señora? Falta la partida legalizada. A ver, ¿de dónde es usted? ¿y tiene familia allá? Bueno, mándeles la partida para que le hagan el trámite y vuelva otro día. Ya vine cinco veces. ¡Le falta la partida, señora! Vuelva otro día, hoy no puedo hacer nada.
Otra vez el silencio.
Las manos de esta mujer tienen algo. Hablan. Cuentan su historia.
Llega a casa cuando la noche está avanzada, con sus hijos de las manos. El más pequeño quizás en brazos. Abierta al reencuentro que la espera puertas adentro, donde todo está en calma.
La familia unida, por el exilio, por la historia compartida, por el porvenir que están creando. La familia toda, completa, los que ya están, los que van llegando.
La esperanza contenida en los sabores que pasan de mano en mano, hombres y mujeres, núcleo inseparable, inquebrantable. El aroma de los otros que allá están, que son pero no son. Desconocidos de la misma raza, humanos, seres que explotan de vida, de angustia, de anécdotas que son distintas y tan iguales. Rituales que son de todos y que ellos se llevaron a otra parte. Rituales compartidos a la distancia con aquellos que aún luchan en la tierra que los trajo. Pacha al rojo vivo que guarda en frasquitos los vientos huracanados.
Puertas adentro el alma se reconstruye, se comprende. Puertas adentro de casa, y del país que una vez fue nuevo.
Leido por: Eduardo Aliverti
Esta mujer tiene algo especial en las manos. Sus dedos gruesos hablan. Sus uñas negras, los nudillos apenas deformados. La resequedad de la piel.
Aprieta el cuchillo entre los dedos y corta la zanahoria casi sin esfuerzo. Pedazos chiquitos para la sopa. Calabaza, puerro, cebolla. Bandejitas de verdura en juliana.
Buen día ¿me da una banana? ¿una sola? Sí. Dos pesos. ¿Dos pesos? Por unidad es más caro. Bueno. ¿Algo más va a llevar? No, nada más, gracias.
Detrás de la expresión seria, un dolor atrasado. El estómago oprimido se oculta bajo la redondez del cuerpo. Cuerpo cansado. Lento.
Lejos quedaron los días de críos en la espalda. De palabras crueles de gente igual, pero con otra vida. Lejos, pero más presente que nunca.
Los anhelos se arrancan de los azotes recibidos, los sueños deformados por lágrimas imperceptibles. Inaceptables. El pecho que se incendia con la naturalidad del aire y trasmite en esa fuerza, generación tras generación, el sabio sigilo de la lucha imperecedera.
La victoria descalza deja huellas en la planta del pie.
La angustia en silencio. El silencio que asume la rabia del otro, la absurda intolerancia.
Los huesos sufren, pero se callan.
¡Deja las ciruelas quietas! Gabriel, vigila a tu hermano. ¿Qué le doy, señor? ¿un kilo? Los zapallitos dos kilos cinco pesos. Un kilo, tres. ¡Gabriel, vigila a tu hermano te he dicho! El brócoli se lo dejo dos con cincuenta porque no vino bueno. ¡Quita tu mano de allí te he dicho! ¡Gabriel! El tomate de oferta se ha acabado, tiene esos a cuatro pesos. ¡Gabriel!
Muchos siglos esperando la esperanza. Con la esperanza a cuestas se sueña distinto, se lucha distinto, la dignidad es posible.
El día empieza mucho antes si se hacen trámites.
Filas eternas de personas que acampan, en busca de un sueño deseado por obligación. Dejar de pertenecer para ser de otra parte. Colas inacabables por una identidad legal. Prueba indeleble del exilio.
Madrugadas enteras desperdiciadas en un papel. Punto de partida de una aparente vida nueva. Sudamérica, hermanos latinoamericanos. Buenos Aires, la utopía disfrazada de anhelos tangibles. Sábanas limpias, un trabajo digno. ¿Digno de quién? ¡Sudamérica! ¿hermanos latinoamericanos?
La Patria Grande.
Falta la partida de nacimiento. Pero yo he traído todo. Todo no, le falta la partida legalizada en su país de origen. Pero yo he traído todo lo que me han dicho ustedes. ¿No entiende lo que le digo, señora? Falta la partida legalizada. A ver, ¿de dónde es usted? ¿y tiene familia allá? Bueno, mándeles la partida para que le hagan el trámite y vuelva otro día. Ya vine cinco veces. ¡Le falta la partida, señora! Vuelva otro día, hoy no puedo hacer nada.
Otra vez el silencio.
Las manos de esta mujer tienen algo. Hablan. Cuentan su historia.
Llega a casa cuando la noche está avanzada, con sus hijos de las manos. El más pequeño quizás en brazos. Abierta al reencuentro que la espera puertas adentro, donde todo está en calma.
La familia unida, por el exilio, por la historia compartida, por el porvenir que están creando. La familia toda, completa, los que ya están, los que van llegando.
La esperanza contenida en los sabores que pasan de mano en mano, hombres y mujeres, núcleo inseparable, inquebrantable. El aroma de los otros que allá están, que son pero no son. Desconocidos de la misma raza, humanos, seres que explotan de vida, de angustia, de anécdotas que son distintas y tan iguales. Rituales que son de todos y que ellos se llevaron a otra parte. Rituales compartidos a la distancia con aquellos que aún luchan en la tierra que los trajo. Pacha al rojo vivo que guarda en frasquitos los vientos huracanados.
Puertas adentro el alma se reconstruye, se comprende. Puertas adentro de casa, y del país que una vez fue nuevo.
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