Autor: Elsa Bornemann
Leido por: Diego Ripoll
La casa en la que mis dos hermanos y yo crecimos era lo más parecido a un árbol que puedan imaginarse. Para ser sincera, debo decirles que ERA un árbol. La construyó papá, elevándola sobre sólidas raíces, colocando con esmero rama por rama, pegándole hoja tras hoja durante el último mes de cierta primavera.
Cuando la tuvo lista, los comentarios de nuestros vecinos agitaron su follaje de tal modo que – por varios días – no nos fue posible habitarla: una tormenta de murmuraciones la doblaba en extrañas reverencias.
- ¿pero qué ha hecho, don Carlos? ¡No es una casa! ¡Qué disparate! ¡Es un árbol!
Papá sonreía en silencio. Sus ojos, hermosos caleidoscopios, pasaron de celestes a grises, de grises a violetas, de violetas a verdes.
Bien verdes. Como nuestra casa-árbol.
-¡la más bella!-aseguró papá por lo bajo.
Y nos invitó a contemplarla hasta que llegó la noche. Entonces, la ocupamos felices. No fue necesario contratar servicios de ninguna empresa de mudanzas para transportar nuestras pertenencias. Teníamos tan pocas cosas…
Una campana, que papá cargó en sus brazos como a una niña desmayada…
Un farol, con su lucecita protegida por mamá…
Un largísimo chal blanco, que mi hermana Trudi enrollaba cantando…
La flauta de alejo y tres o cuatro libros de versos, sujetos entre mi cinturón y el flaco contorno de mi cadera.
Muy pronto aprendimos a trepar hasta la copa, saltando de rama en rama con suma facilidad, sin rasgar las leves cortinas que las arañas nos tejieron de inmediato, descendiendo cada vez que la campana nos anunciaba la hora de comer y de repartir frutas y flores con gorriones vecinos.
Y la casa-árbol siguió subiendo y subiendo, sin importarle su falta de techo y cerraduras, abierta al aire de cada día…
Allí pasé mi infancia.
Hasta que una noche se secaron las raíces de nuestra casa o se durmieron… vaya a saber por qué sí o por qué no… El invierno nos desalojó y tuvimos que irnos.
Mis padres y mis hermanos se fueron acostumbrando a vivir, como todos los demás, en resistentes casas de ladrillos, en graciosos chalets o en confortables departamentos, donde el aire ondula al impulso de un acondicionador y los mosquitos son puntos que tiemblan del otro lado de los cristales. Pero yo no pude. La mirada se me perdió entre las ramas de nuestra querida casa, las risas se me volaron con sus hojas y ya no pude olvidar que crecí en un árbol.
La gente no lo nota. Ni cuando, en vez de hablar, suelto un gorjeo a los que me escuchan… Ni cuando mi afónico chillido reemplaza alguna carcajada… Ni cuando se me caen plumas en vez de lágrimas…
Ninguno se asombra.
Nadie sabe que soy un pájaro.
Leido por: Diego Ripoll
La casa en la que mis dos hermanos y yo crecimos era lo más parecido a un árbol que puedan imaginarse. Para ser sincera, debo decirles que ERA un árbol. La construyó papá, elevándola sobre sólidas raíces, colocando con esmero rama por rama, pegándole hoja tras hoja durante el último mes de cierta primavera.
Cuando la tuvo lista, los comentarios de nuestros vecinos agitaron su follaje de tal modo que – por varios días – no nos fue posible habitarla: una tormenta de murmuraciones la doblaba en extrañas reverencias.
- ¿pero qué ha hecho, don Carlos? ¡No es una casa! ¡Qué disparate! ¡Es un árbol!
Papá sonreía en silencio. Sus ojos, hermosos caleidoscopios, pasaron de celestes a grises, de grises a violetas, de violetas a verdes.
Bien verdes. Como nuestra casa-árbol.
-¡la más bella!-aseguró papá por lo bajo.
Y nos invitó a contemplarla hasta que llegó la noche. Entonces, la ocupamos felices. No fue necesario contratar servicios de ninguna empresa de mudanzas para transportar nuestras pertenencias. Teníamos tan pocas cosas…
Una campana, que papá cargó en sus brazos como a una niña desmayada…
Un farol, con su lucecita protegida por mamá…
Un largísimo chal blanco, que mi hermana Trudi enrollaba cantando…
La flauta de alejo y tres o cuatro libros de versos, sujetos entre mi cinturón y el flaco contorno de mi cadera.
Muy pronto aprendimos a trepar hasta la copa, saltando de rama en rama con suma facilidad, sin rasgar las leves cortinas que las arañas nos tejieron de inmediato, descendiendo cada vez que la campana nos anunciaba la hora de comer y de repartir frutas y flores con gorriones vecinos.
Y la casa-árbol siguió subiendo y subiendo, sin importarle su falta de techo y cerraduras, abierta al aire de cada día…
Allí pasé mi infancia.
Hasta que una noche se secaron las raíces de nuestra casa o se durmieron… vaya a saber por qué sí o por qué no… El invierno nos desalojó y tuvimos que irnos.
Mis padres y mis hermanos se fueron acostumbrando a vivir, como todos los demás, en resistentes casas de ladrillos, en graciosos chalets o en confortables departamentos, donde el aire ondula al impulso de un acondicionador y los mosquitos son puntos que tiemblan del otro lado de los cristales. Pero yo no pude. La mirada se me perdió entre las ramas de nuestra querida casa, las risas se me volaron con sus hojas y ya no pude olvidar que crecí en un árbol.
La gente no lo nota. Ni cuando, en vez de hablar, suelto un gorjeo a los que me escuchan… Ni cuando mi afónico chillido reemplaza alguna carcajada… Ni cuando se me caen plumas en vez de lágrimas…
Ninguno se asombra.
Nadie sabe que soy un pájaro.
3 comentarios:
Muy hermoso!
Muy bello
Que entretenido 😉
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