Editorial Clandestina

Por Nicolas Falcoff

La tierra late, brama, vive bajo nuestros pies. Nos habla, se queja, nos advierte. Mucho antes que el primer hombre y la primera mujer la pisaran, la tierra estaba generando y siendo vida. Esa madre primera nos trasciende, nos antecede y nos sobrevive. Por eso no es de nadie, o mejor dicho es con todos. Y el susurro de la tierra que a veces se torna bramido, el llamado que brota desde sus entrañas, nos dicta que mientras estemos “aquí y ahora” no debemos olvidar que ella es en conjunto con aquel que la trabaja, con aquel que la respeta.

Hablar de pueblos originarios es hablar de preexistencia y de otras cosmovisiones. Antes de los estados estaban los pueblos. Antes de las fronteras políticas y las leyes modernas estaba el conocimiento ancestral que se hacia cuerpo a lo largo y a lo ancho del continente. Antes del desierto ficticio que sirvió como marco y excusa para la supuesta conquista que derivó en masacre y usurpación, había gente que con oídos atentos sabía escuchar las palabras de la tierra. Entre aquellos pueblos que habitaban y habitan en parte de la región suroeste de lo que hoy conocemos como Chile y Argentina, a ambos lados de la cordillera, el pueblo Mapuche. “Mapu”, tierra, “Che”, Gente.
Gente de la tierra que en su Wall mapu, en mapudungum “territorio que circunda”, desplegaba su propia cosmovisión, su propio modo de ser y estar en el mundo, su propia nación. Antes de que las banderas “huincas” se instalaran convirtiendo esa tierra ancestral en tierras “estatales”, que los terratenientes pongan en marcha sus topadoras y balaceras, que las explosiones de la minería a cielo abierto reemplacen el canto de los pájaros y el soplido del viento, antes de todo eso, estaba ya la gente de la tierra, estaban ellos.

¿De que sirve entonces un estado nacional que no respeta ni reconoce sus naciones preexistentes?, ¿de que sirve una ley si no es para todos?, ¿de que sirve festejar el bicentenario sin cuestionar, ni cuestionarnos, el modo en que nació el estado nacional, la supuesta independencia forjada a través de matanzas y atropellos?, ¿de que sirve la libertad de algunos, si para poder desplegarse como tal debe encarcelar, silenciar a los “otros”?

Los pueblos originarios no son nombres de calles o de hoteles cinco estrellas, no son piezas de museo de un pasado, no son artesanías pintorescas. Los pueblos indígenas son y están latiendo con la tierra, amplificando su grito, haciendo carne su dolor y transmitiendo un mensaje: Ser con la tierra. Un mensaje que también los trasciende y que llega a cualquier oído dispuesto a escuchar. La gente de la tierra dice esto somos y acá estamos. A doscientos años del nacimiento del estado nacional, las fronteras se desdibujan. La historia debe volver a escribirse, volver a contarse. La tierra se agrieta y muestra su color al grito de Marici Weu. Diez veces viviremos, diez veces venceremos.

Casos y Letras (Juan Carlos Cayún)

Por M. Emilia Sganga

El poeta y escritor Juan Carlos Cayún, pertenece a la comunidad Mapuche Cayún, ubicada en las orillas de Lago Puelo, Chubut. Ocupan dicho territorio desde el año 1886, tiempos en que la provincia aún no estaba organizada como tal y Lago Puelo no existía como municipio.
Las poesías y escritos de Juan Carlos Cayún se han convertido en una voz unida que exige el reconocimiento de la comunidad indígena, al mismo tiempo que exige sus derechos y se alza en contra de la discriminación y el avasallamiento de su cultura.
El aparato estatal y las empresas privadas avanzan sobre sus tierras, su lengua y sus costumbres imponiendo una violencia tanto física como simbólica.
Juan Carlos Cayún lucha por el reconocimiento de su identidad. Y así lo ha dejado plasmado en sus obras “La Danza del planeta Azul”, “El águila herida” y “Apuntes filosóficos y reflexiones sobre la sabiduría”. Esta búsqueda funciona como núcleo de sus obras, en las que llama a la reflexión sobre el uso desmedido e interesado de los recursos naturales de la región, y denuncia el desmesurado avance de la explotación minera y el destrozo que ello implica a la tierra y a la vida.
La comunidad Cayún habita alrededor de 647 hectáreas en la orilla oeste del Río Azul, de las cuales sólo 7 hectáreas son cultivables, allí viven alrededor de 12 familias. La comunidad exige que se respete y se revalorice su idioma y resalta la necesidad de ser consultados sobre las reformas de las leyes de Educación Nacional y Provincial, principalmente en lo que respecta a la Educación Intercultural Bilingüe.
La identidad de Juan Carlos Cayún, como la de su comunidad, está inscripta en su propia obra. Espacio de resistencia y de reflexión. Voz clara, que aúna a toda la comunidad Mapuche y que rearma en cada movimiento su propia identidad. La eternidad de una obra, de un relato, de una poesía que genera una memoria viva y resistente.
Nicolás Falcoff, compartió un encuentro con él este verano, y allí el poeta le ha brindado su voz y su poesía. La escucharemos a continuación junto con canciones de la artista mapuche Beatriz Pichinalen.

Sabores Clandestinos (Gastronomía mapuche)

Por Hernán Navarro

Hablar de la gastronomía mapuche es hablar de soberanía y del derecho a la tierra; de agradecimiento y de respeto. Es parte de una expresión cultural.
Originalmente, las comunidades mapuches se alimentaban con frutas, hierbas silvestres, hongos y raíces. La caza y la pesca también eran fundamentales. Con la llegada de los conquistadores españoles y los huincas se siguieron manteniendo las mismas costumbres, aunque con pequeños cambios, como la incorporación del arroz, los fideos y el trigo. Más tarde, los pueblos mapuches comenzaron a criar animales y a cultivar la tierra y cosechar porotos, lentejas, maíz, papa, cebada, habas y quinua.
Si bien el alimento varía según las regiones donde habite cada comunidad, dentro de las frutas recolectadas por las familias originarias se encuentra la más importante: el piñón, semilla del pehuén (en mapuzungun) o Araucaria Arauca (en castellano), cuyo árbol sagrado, el Nguenechén, Dios mapuche, hizo crecer en grandes cantidades sobre los bosques.
El piñón es una fuente esencial de energía, proteínas y lípidos, con el que los mapuches realizan todo tipo de alimentos, e inclusive productos para lavarse el pelo. Este fruto puede formar parte de muchas preparaciones o simplemente puede comerse con un simple hervor.
Algunas de las comidas que se elaboran con el piñón son la Chicoca, donde el fruto es hervido y desecado para almacenar durante el invierno; la harina con la que se amasa el pan (kofkekura) y se elaboran tortas fritas; el Mudai, una bebida alcohólica similar a la chicha, realizado a través de la fermentación del pehuén dentro de su propio jugo. Lejos de las regiones pehuenches se elabora con trigo, quinua y vainas de arvejas. El Mudai se bebe en ceremonias religiosas y festivas.

Instrumentos Clandestinos (La pifilka)

Por Mario Efrón

La cultura Mapuche cuenta con una rica variedad de instrumentos musicales cuyo valor es muy importante, no sólo con respecto a lo sonoro o estrictamente musical, sino por el fuerte simbolismo que los rodea. Uno de ellos es la pifilka, un aerófono de construcción simple que cumple una función muy importante para este pueblo.
Se trata de una flauta sin canal de insuflación que produce un solo sonido. Se construye con madera pero también se han encontrado pifilkas arqueológicas hechas de cerámica. Su forma es cónica, comienza angosta en la base y se va ensanchando hacia la parte donde el músico apoya los labios para tocarla. Del cuerpo salen dos especies de orejitas o agarraderas perforadas en el centro, por donde se pasa una lana que permite colgarse el instrumento al cuello. A lo largo de la pifilka se hace una perforación para lo cual se utiliza un hierro caliente. Cuanto más profunda sea, más grave será la nota que produzca el instrumento.
Gerardo, integrante del grupo “mahuidanches” nos habla de la pifilka y su función para el pueblo mapuche.