Por M. Emilia Sganga
La intensidad como creencia, la creencia como una respuesta, la respuesta como una nueva pregunta. La creación, el instante mismo en que todo se desvanece para ser, en el seguido instante, algo desconocido, algo inaudito que genera aquello a lo que no tenemos respuesta.
Gabriela Mistral, o Lucila Villanueva, recorre las palabras, las mira con distancia y se revela contra ellas en el mismo instante en que se sumerge en ese mundo de palabras. Ahí está su obra poética.
Nacida el 7 de abril de 1889 en la ciudad de Vicuña, una pequeña ciudad del Valle de Elqui, situada en al norte de Chile. Nacida sobre una calle que el tiempo hará que lleve su nombre y será ese mismo tiempo el que convertirá su nombre en el de una gran poeta.
Durante su temprana infancia su padre se alejará de su hogar, lo que convertirá a su hermana Emelina, docente, en el principal sostén económico de la familia y en un referente indiscutible en la vida de Gabriela Mistral.
La profesión docente y el interés por la educación harán que esta poetisa comience a sus quince años a desempeñarse como maestra en la Escuela de Compañía Baja, una pequeña población cercana a La Serena. Será por entonces donde comenzó a leer sin descanso, acercándose a la escritura y a colaborar con en el periódico El Coquimbo, de La Serena, bajo el seudónimo de Soledad y más tarde de Alma.
Al poco tiempo se traslada a la Cantera para proseguir su magisterio, allí conoce a un joven empleado ferroviario, con quien mantiene relaciones amorosas, quien se suicida en 1909. Este triste acontecimiento se convierte en telón de fondo de su primer libro de poemas Desolación (1922). Los poemas se tornan purificadores, como una especie de grito catártico, un alivio del dolor, una canción, como lo serán a lo largo de toda la vida de la autora, palabras con ritmo. En ese mismo año, José de Vasconcelos, secretario de Educación Pública en México, conoce a Gabriela, e impresionado por su poderosa personalidad y su profundo conocimiento en docencia, la invita a su país para colaborar en las tareas educativas. Allí crea la escuela-taller "Gabriela Mistral" para mujeres adultas, escribe Los Croquis Mexicanos y publica su libro Lecturas para Mujeres.
En 1924 parte hacia los Estados Unidos, de donde pasa a Italia, Suiza, Francia y España. Durante este viaje colabora en diversos periódicos y es en este mismo año cuando publica su libro Ternura (1924) en Madrid, donde residía. Se destaca en esta obra el carácter oral de su poesía, cuya voz enuncia desde una perspectiva existencial el doloroso destino de muerte que marca toda vida humana. En este libro abandona la mirada ensimismada y comienza a hacerse cargo del sentido de la vida humana. Son los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, a la experiencia de dolor y muerte que Mistral intenta reconstruir desde el título “Ternura”.
En 1925 regresa a Chile, y allí es designada miembro representativo de Chile ante el Instituto de Cooperación Intelectual de la Liga de las Naciones. Vive un tiempo en España, luego en Lisboa y en Brasil cuando es invitada a participar en los Cursos Sudamericanos de Vacaciones que se realizan en Montevideo, en el que participa con Juana de Ibarbourou y Alfosina Storni en un acto público donde cada una de las poetisas lee parte de su producción literaria. Después se traslada a Buenos Aires, donde se publica su libro Tala (1938). Este libro recoge poemas escritos en varias épocas y diversas circunstancias. La dimensión religiosa del discurso y su americanismo toma protagonismo en sus poesías. Si bien la lo religioso-cristiano es una tensión mantenida en toda su obra, el americanismo, en cambio, encuentra su máxima expresión en esta obra, donde América será tal en el reconocimiento de la hermandad, en una unidad que sobrepasa todas las fronteras, sus poesías cantan al sol del trópico, a los Andes, a las colinas y a los árboles, pero sobre todo a las gentes de su América hispánica. Nunca dejó de nombrar y admirar al poeta y revolucionario José Martín, quien sea, quizás, el estandarte en su libro Tala.
Sobre el fin de la Segunda Guerra Mundial, su obra es premiada, en 1945 le fue otorgado el Premio Nobel (¿casualidades, causalidades?).
En 1954 regresa a Chile. Es la última vez que Gabriela pasea por su tierra natal. Es en ese mismo año cuando publica Lagar. Y en el título de esa obra Gabriela nos dice mucho: lagar es el espacio donde se pisa la uva, donde se prensa la aceituna, ese lugar donde el fruto maduro es triturado hasta entregarlo todo. Lugar de pérdida de identidad para ser transformado en algo diferente. ¿Y qué es lo que ha madurado o marchitado? El suicidio de su hijo adoptivo y de sus amigos, su salud quebrantada, una honda preocupación religiosa y la presencia de la muerte personal como algo cercano. Han transcurrido dieciséis años desde la publicación de Tala. La segunda guerra mundial, la guerra de Corea, la guerra fría, las persecuciones, los campos de concentración, los éxodos forzosos y en masa, el miedo, las bombas atómicas, son los hechos que Gabriela ha vivido en ese período de gestación de su libro. Y lo que ha marchitado ha sido todo su entorno y ella misma. Este libro se convierte en ese espacio donde la poeta logra plasmar ese dolor, sus pérdidas, sus tristezas, un recorrido doloroso, un momento en el que descansar para luego seguir viajando.
Sus últimos años los pasó en los Estados Unidos, el 10 de enero de 1957 muere en un hospital de Nueva York. Sus restos son trasladados a Chile. De acuerdo con su voluntad, sus restos descansan en la pequeña población de Monte Grande, donde pasó los mejores años de su infancia.
Luego de su muerte se publicó Poema de Chile (1967), donde se encuentran una serie de memorias que la autora realiza desde muy temprano y que mantiene a lo largo de su vida. En ellas predominan los romances octosilábicos, forma utilizada por los juglares para la recitación de textos y que acercan sus poesías a la oralidad.
Este repaso por la obra poética de Gabriela Mistral nos acerca a una artista que ha sabido crear desde la palabra la intensidad de la creencia, de la pregunta. En ese mismo instante que se recorre su poesía, quedamos atrapados en un espacio desconocido que nos es familiar.
La Casa (Gabriela Mistral)
La mesa, hijo, está tendida
en blancura quieta de nata,
y en cuatro muros azulea,
dando relumbres, la cerámica.
Ésta es la sal, éste el aceite
y al centro el Pan que casi habla.
Oro más lindo que oro del Pan
no está ni en fruta ni en retama,
y da su olor de espiga y horno
una dicha que nunca sacia.
Lo partimos, hijito, juntos,
con dedos duros y palma blanda,
y tú lo miras asombrado
de tierra negra que da flor blanca.
Baja la mano de comer,
que tu madre también la baja.
Los trigos, hijo, son del aire,
y son del sol y de la azada;
pero este Pan «cara de Dios»
no llega a mesas de las casas.
Y si otros niños no lo tienen,
mejor, mi hijo, no lo tocaras,
y no tomarlo mejor sería
con mano y mano avergonzadas.
Hijo, el Hambre, cara de mueca,
en remolino gira las parvas,
y se buscan y no se encuentran
el Pan y el hambre corcovada.
Para que lo halle, si ahora entra,
el Pan dejemos hasta mañana;
el fuego ardiendo marque la puerta,
que el indio quechua nunca cerraba,
¡y miremos comer al Hambre,
para dormir con cuerpo y alma!
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